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19 Abril

¿Conversemos? por Cony Stipicic

El suicidio. Un tema difícil y tabú, que detrás tiene complejidades infinitas. Esta es una invitación: “veamos si estamos poniendo arriba de la mesa lo necesario para no tener que mirarnos las caras con sorpresa ante la próxima noticia de que alguien no logró escapar de sus miedos y tomó el camino corto”.

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15 Septiembre, 2017

El otro día me impresionó la llegada que tuvo un posteo que compartí en Facebook. Invitaba a copiar y pegar un mensaje que llamaba a quienes tuvieran pensamientos suicidas a golpear la puerta, siempre abierta, para no sufrir en silencio y simplemente hablar.

La empatía que vi me emocionó. Pero la realidad de lo que ocurrió en los días siguientes me desalentó. A poco andar se supo del suicidio de Nicolás, el alumno de la Alianza Francesa que decidió ahorcarse después de una serie de hechos desafortunados ocurridos en su colegio. Ayer supe del caso de otro suicidio ¡con cianuro! de una alumna de la UC, eliminada de su carrera. El factor común: la depresión. Esa pena infinita del alma tan indescifrable como invisible.

Los especialistas dicen que el suicidio es apenas la punta del iceberg, es lo que se muestra como evidencia trágica del fin del proceso. El mal final de un proceso largo, profundo y doloroso. Dicen que detrás de una muerte así hay una historia de desafección, de tristeza, de frustración, de falta de autoestima, de desaliento, de falta de proyección, de desarraigo, de traumas, de desamor… La multicausalidad de que tanto se habla y en cuya lista nadie quiere estar.

Porque la reacción de muchos cercanos a un suicida es pensar que la culpa estuvo en otro. Nadie apunta con el dedo, pero sí levanta barreras en defensa propia. Ocurre con las instituciones y las familias, con los amigos y los conocidos. Todos susurran teorías y lamentos tardíos, tratan de buscar un por qué y concluyen que le mente humana es compleja. Y ya.
Detrás quedan mil preguntas. Porque la verdad más dura del suicidio es que no hay UNA respuesta. La búsqueda de una razón muele al que se queda. Hasta que llega el momento en que te das cuenta de que simplemente no la tienes.

¿Cómo no me di cuenta? Eso resuena hasta el cansancio. Y es ahí donde hay que instalarse.
Darse cuenta es tan difícil como fundamental. Y como no tenemos habilidades especiales para leer lo profundo del alma, lo que como sociedad debemos hacer es tener herramientas. Para captar señales, para ver caras, para registrar conductas, para apoyar cuando parezca necesario, para conversar, para acoger.
Las familias son para eso, y no pocas veces fallan.

Las instituciones no se piensan a sí mismas con esa lógica, pero tampoco parecen hacerse cargo integralmente de que están compuestas por personas y su infinita complejidad.
Hay experiencias en universidades o colegios en otros países que han sabido incorporar herramientas y cuando un alumno muestra signos de dificultad sicológica o de aprendizaje, no solo le instalan un tutor, sino que además le dan más tiempo, le bajan la escala de notas, lo dejan ocupar notas en las pruebas y lo vigilan. O sea, lo acompañan. Y asumen que el problema no es del alumno, sino de la institución.

Cuántas muertes juveniles o de adultos que arrastraron su dolor se evitan con eso, nunca lo sabremos. Pero contribuye.
Conversemos acerca de eso. Veamos si estamos poniendo arriba de la mesa lo necesario para no tener que mirarnos las caras con sorpresa ante la próxima noticia de que alguien no logró escapar de sus miedos y tomó el camino corto.

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